Un ambientalismo a favor de la Jurisdicción Agraria
En el año 2009, cursando sexto semestre de derecho en la Universidad Nacional, asistí a la primera versión del Seminario Antonio García Nossa, en homenaje a uno de los principales pensadores de la reforma agraria en América Latina -Abya Yala. El tema central fue el conflicto por la tierra en Colombia, como raíz fundacional de la conflictividad social y armada del país durante el siglo XX y hasta entonces. Ese día, por primera vez, escuché de la necesidad de una Jurisdicción Agraria como reivindicación histórica de acceso a la justicia para el campesinado.
La Colombia de entonces no es la misma de ahora. Entre otras cosas, porque las FARC, la guerrilla más antigua y la más campesina en sus orígenes, comandada durante medio siglo por un campesino, Manuel Marulanda Vélez, firmó un acuerdo de paz con el Estado colombiano en el año 2016 que mandató una Reforma Rural Integral y, dentro de ella, la creación de una Jurisdicción Agraria (Punto 1.1.5).
Como había ocurrido antes, el desarrollo de la jurisdicción naufragaba en el Congreso de la República y se convertía, una vez más, en una promesa incumplida, tinta sobre lienzo, de no ser por el arribo al poder del Pacto Histórico que a través de la iniciativa del gobierno y sus fuerzas en el legislativo logró la aprobación de una reforma constitucional que creó, esta vez para siempre, la Jurisdicción Agraria y Rural (AL. 03/2023).
Para ser una realidad, la jurisdicción necesita definir dos asuntos mediante ley: (i) su estructura y composición; y (ii) sus reglas de funcionamiento y competencia. El primer aspecto, que refiere a lo orgánico de la jurisdicción, su estructura y organización interna, se saldó mediante una reforma a la Ley Estatutaria de Administración de Justicia (PL No. 157 de 2023, Senado; y 360 de 2024, Cámara de Representantes) que recientemente fue declarada constitucional mediante Sentencia C-340 de 2025.
El segundo ámbito, que definirá los temas más álgidos sobre la competencia, los principios, las reglas de la actividad procesal, así como las garantías de acceso a la justicia y protección para la población campesina, étnica y víctima del conflicto armado interno, ordenadas por el artículo 238A que se adicionó a la Constitución Política, es debatido actualmente, con mensaje de urgencia, dentro del Proyecto de Ley 183 de 2024 de Senado y 398 de Cámara de Representantes, con la aspiración de ser aprobado en la presente legislatura.
El debate público reciente en torno a la Jurisdicción Agraria tuvo una fuerte oposición por parte de un grupo influyente de voceros del ambientalismo liberal, liderados por Julia Miranda, ex directora de Parques Nacionales Naturales de Colombia y ahora congresista, y por Manuel Rodríguez Becerra, primer ministro de Medio Ambiente entre 1993-1996.
El 2 de diciembre de 2024 se hizo pública una “Carta abierta” firmada por “líderes y lideresas del sector ambiental colombiano, juristas y académicos y ciudadanía en general”, quienes denunciaron, en tono alarmante, que el proyecto de ser aprobado generaría el “mayor debilitamiento de la normatividad ambiental en su historia”, resaltando su preocupación por nueve aspectos que bien hubieran podido resumirse en dos: la prevalencia de lo agrario (asumido como un interés privado) por encima del interés público de la protección ambiental, y un desborde de competencias de la jurisdicción que –a su juicio- asume equivocadamente que todo lo rural es agrario y traslada “todos los asuntos ambientales” a la jurisdicción agraria.
La carta, aunque promueve un debate necesario alrededor de algunas consideraciones ambientales de las que carece el proyecto de ley, demuestra un desconocimiento del lugar político de las reivindicaciones agrarias y una distancia conceptual entre lo campesino y lo ambiental, que ha sido difícil de conciliar aún dentro del proyecto político del gobierno.
Empecemos por la prevalencia de lo agrario o del derecho agrario que contiene el proyecto de ley. Esta prevalencia no busca imponerse sobre el derecho ambiental o el interés general, como lo da a entender la misiva, sino sobre el derecho privado, ese sí, el más individualista de todos.
Históricamente, los litigios sobre la tierra, que comúnmente han opuesto a latifundistas y gamonales políticos contra familias campesinas pobres (indias, negras o mestizas), se han resuelto con fundamento en el derecho civil, caracterizado por su formalismo, rigidez, apego a las normas y a la ritualidad, y su desdén por el constitucionalismo y los derechos humanos no liberales.
Supongan ustedes que en los litigios ambientales de hoy fuera aún objeto de controversia la invocación de artículos constitucionales, como aquellos que componen la Constitución Ecológica que también defendemos, y que en vez de un Código de Recursos Naturales y de una Ley Ambiental siguiéramos sujetos a las normas ambientales de nuestro novedoso y progresista Código Civil del siglo XIX que pregona que la propiedad es “el derecho real en una cosa corporal, para gozar y disponer de ella arbitrariamente”.
El derecho agrario, al igual que el ambiental, luchan por salir del oscurantismo privatista que es incapaz de entender y actuar frente a la realidad pluricultural, biodiversa y de clase en un país como Colombia.
Hablar de derecho agrario no es equivalente a hablar de producción agropecuaria, sino de un conjunto de demandas históricas bien reflejadas en los principios y enfoques diferenciales del proyecto: justicia agraria, especial protección de la parte más débil, función social y ecológica de la propiedad (conquista de las luchas campesinas de inicios de siglo XX), justicia material sobre la formal, de mujer y género, interétnico e intercultural, entre los más relevantes.
El derecho agrario, entonces, apunta a intereses colectivos, no privados. Un régimen jurídico que entiende el campo dentro de un marco constitucional de derechos, empezando por el derecho humano a la alimentación, de justicia material para las poblaciones históricamente marginadas del relato oficial de país, y que, lejos del antagonismo entre lo agrario y lo ambiental que figura en la carta publicada, constituye una oportunidad para incluir una dimensión ambiental constitucional hasta hoy inexistente en los litigios sobre la tierra.
Respecto de las competencias exorbitantes de la jurisdicción y su distanciamiento del interés público, la carta contiene afirmaciones falsas y amañadas. Falsas, porque no es cierto que traslade todas las competencias en asuntos ambientales, todo lo contrario, el artículo 7° del proyecto, entre otros que pudiéramos citar, excluye literalmente de la jurisdicción agraria los “asuntos relativos a los actos administrativos expedidos por autoridades ambientales, y los asuntos minero energéticos”, que representan un renglón importante de los litigios ambientales.
Y son amañadas, porque insinúan una oposición al proyecto por parte de la Corte Suprema de Justicia, citando para ello una de las recomendaciones que esta le hizo al Congreso en noviembre de 2024, pero que ya habían sido incorporadas en la ponencia para primer debate cuando circuló la carta. Uno de los ajustes que se solicitó y se incluyó consistió en precisar conceptos del ámbito de competencia de la jurisdicción agraria, como lo que se entiende por “actividades de producción agraria”.
Se criticó también la definición de “predios agrarios”, importante para definir la competencia de la jurisdicción, al entender por aquellos los predios inmuebles ubicados en suelo rural de acuerdo con los instrumentos locales de ordenamiento, que es un criterio lógico de oposición al suelo urbano. Esto no implica, como lo sugiere la misiva de manera tendenciosa, que ese factor de competencia suponga una ampliación de la frontera agropecuaria o autorice de plano las actividades agropecuarias sobre las áreas de especial importancia ambiental. Lo que se busca no es una producción a toda costa, sino garantizar derechos.
Finalmente, la justicia ambiental, que se esgrime como la primera preocupación de la carta y que efectivamente constituye un logro de las luchas ambientales del país, dista mucho de la visión distorsionada que se expone. Este concepto, propio de la ecología política, ha sido utilizado por la Corte Constitucional “para resolver asuntos de distribución inequitativa de cargas ambientales entre los diferentes grupos sociales y defender la participación de colectividades afectadas” (SU-196 de 2023).
Si de eso se trata la justicia ambiental, para este caso estaría representada en la oportunidad de que el campesinado, los pueblos étnicos y las víctimas del conflicto armado, avasallados por la violencia y el despojo, estigmatizados como depredadores de la naturaleza ante la necesidad emergente de protegerla frente a los impactos de un modelo económico extractivo del cual no son responsables, tengan por primera vez derecho a la justicia. Ese ambientalismo, está del lado de la jurisdicción agraria.